El chico en cuestión se llamaba Ángel (no exactamente así, pero casi, obsérvese el significado del nombre: ángel). Tenía catorce años, y llevaba unos días en el hospital porque vomitaba todo lo que comía y tenía mucha fiebre. En pocos días de enfermedad su cuerpo se había estirado hasta el punto en que sobrepasaba los dos metros cuando lo metieron en la ambulancia, y tuvieron que flexionar sus rodillas en la camilla.
En el hospital le hicieron muchísimas pruebas buscando una causa. La madre sospechaba de un envenenamiento, pero ningún médico supo decir qué tenía. ¡Sólo tenía catorce años y no había comido nada en días!. Su cuerpo no lo toleraba.
El ocho de abril de aquel año, su
tía, nerviosa e impaciente porque los médicos llenaban a su sobrino de
pastillas y no le curaban ni conseguían averiguar qué le ocurría, decidió irse
del hospital y visitar al que fuera su pediatra durante años.
La madre salió a dar una vuelta por
los pasillos del hospital mientras Ángel hablaba con su hermano y la novia de
éste.
-Me voy a morir.
- No digas eso, -le dijo la futura cuñada- aún tienes que venir a nuestra boda.
Cuando la madre llegó no quisieron decirle nada y les dejaron a solas. Ángel tomó su reloj, puso la alarma y le dijo a su madre que dejara el reloj sobre la mesilla. La madre se giró, y la alarma sonó.
En ese mismo instante a su tía se le bloqueó el volante en la misma puerta del hospital. Un hombre que apareció de la nada le dijo unas palabras muy misteriosas, y acto seguido ella alzó la mirada y el tipo ya no estaba. El hombre y el bloqueo del volante le hicieron reaccionar y salió rauda del coche para entrar de nuevo en el hospital.
Cuando llegó a la habitación, todos lloraban.
Al sonar la alarma que Ángel había
puesto a las ocho el día ocho de abril, su alma abandonó su cuerpo, y su madre
lo supo desde el mismo instante en que oyó el primer pitido.
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